Por un momento sintió pánico. Estando en medio de la selva, a más de seis días de caminata de cualquier lugar civilizado, no tuvo miedo a los animales salvajes, caer por el precipicio del tepuy o morir de hambre; pensó que no llegaría a ninguna parte. Su vida parecía plausible en medio de la selva. Mudarse a Leópolis y no hacer más nada. Fue entonces que sintió pánico.
Habían cruzado el río sin mayores problemas consiguiendo incluso múltiple provisiones, pero la ascensión al tepuy había tardado mucho más de lo previsto. No encontraban el camino o no habían podido seguirlo.
De pronto encontraron el primer vestigio: unos escalones tallados en la piedra. Se detuvieron, demasiado cansados para asombrarse. Sí que había pasado alguien por allí, y hacían varios siglos que habían sido tallados los rudimentarios escalones.
Subieron, sin prisa, hasta lo más alto del tepuy. Entonces, al anochecer, sentado con los pies colgando hacia el precipicio, se sentó a mirar la vasta selva y los tepuyes alrededor, hasta dónde las espesas nubes cargadas de agua se lo permitían.
Al siguiente día explorarían la cumbre. Mirarían entonces frente a frente las blancuzcas piedras que vieron desde una foto borrosa de google earth. Era para eso que habían venido.
Entonces empezó a llover a borbotones. Las carpas, armadas hacía minutos, se llenaron de inmediato. Se quedó mirando el agua chorreando por la tela impermeable -que no lo era del todo- desde la ventana porosa del iglú azul.
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