viernes, 16 de noviembre de 2007

Del despertar en sitios ajenos

Vivir y dormir la mayor parte de la juventud en un mismo sitio, despertarse cada mañana en la misma cama, en un cuarto con la misma iluminación, con los mismos ruidos cotidianos, deja una profunda huella en el subconsciente. Todos alguna vez se han encontrado en el soñoliento estado de confusión que se produce ciertas mañanas, en donde pensamos que estamos durmiendo de nuevo allí, donde solíamos dormir, en ese cuarto de la infancia y la adolescencia que regresa en sueños camuflajeado entre las impresionistas imágenes oníricas. La verdadera confusión de ese estado no llega sino cuando se empieza a salir del mundo en el que uno se hunde cada noche, el astral. Caer en el propio cuerpo, volver a la realidad, poco a poco, abriendo los ojos ante los ruidos o luces que nos despiertan, y notar que uno no sabe donde está. Con los ojos cerrados se espera tener la ventana del cuarto en frente, el estante de los libros a tan solo un metro, escuchar los zarpazos de cuando se cierran las puertas de los carros en el estacionamiento que hay abajo, donde al menos cien carros se encienden cada mañana, donde las conserjes barren y el rítmico ruido de sus escobas madrugadoras se cuela por las ventanas de los que todavía duermen. Esta mañana abrí los ojos esperando encontrar todo eso, pero mi curioso subconsciente ha añadido algo a mis asunciones matutinas. La presencia de mi mujer arropada con dos cobijas, su cuerpo bocabajo, flexionando una sola pierna con la rodilla a la altura de la cadera. No dormía con ella en ese cuarto sobre el estacionamiento que se barre cada madrugada, pero algunas veces asumo al despertar que ambos están allí, conmigo entre ellos. Acostumbrados a mí como yo a ellos.

Esta mañana tuve una conversación conmigo desde el astral. Soñaba con mi mujer, con fotos de nosotros dos y de mi familia, fotos de fondo naranja, como los tonos del otoño que es ajeno a todos los que crecemos en el trópico. Me decía yo frases que sólo tienen sentido en medio del sueño o la inconciencia, hasta que se escapa una que tiene sentido siempre y nos persigue con la crueldad de la verdad. Me estaba hablando esta madrugada de mi cuarto y de mi mujer, hasta que me reí, sin saber por qué, y boca arriba, un poco sobre el brazo derecho, me dije en tono burlón, Ah, sí, entonces mira esto. Fue cuando abrí los ojos para ver una rendija de luz entrando por unas desconocidas cortinas. Estaba al borde derecho de la cama, el lado de mi mujer. Ella no solamente no estaba de su lado, en el mío tampoco estaba. Esos incómodos instantes en el que uno no sabe donde está, mientras se vuelve del astral, nos han pasado a todos los que hemos emigrado. Bueno, al que se muda a una casa vecina también le habrá de pasar, como al que duerme por un fin de semana fuera del hogar.

Me paré, ya al tanto de que estaba en un hotel de Washington, DC. Abrí las cortinas y pude adivinar el frío de afuera por el color ceniciento del amanecer. Los árboles muestran colores ajenos a ellos mismos, al menos para alguien que los recuerda todos verdes, con los ocasionales amarillos chillones o púrpuras de algunos que florean, o de los que se llenan de frutas rojas, a las que los niños lanzan piedras para comérselas. El otoño es una novedad para los tropicales, aún más curiosa que el invierno. La nieve se ve en televisión a cada rato, es lo que uno espera encontrar. Se vienen los caribeños a las zonas templadas del planeta con la mentalidad de que en navidad va a nevar, y vamos a jugar con la nieve como siempre quisimos de niños. Pero el otoño nos agarra desprevenidos. Junto a un árbol rojo encandecente hay uno naranja, otro amarillo, luego uno que aún sigue verde y otro que ya se quedó sin hojas. Esas composiciones de la naturaleza, a las que no se estaba acostumbrado, nos hacen despertar de nuevo. Darnos cuenta que ya no estamos en ese cuarto.

Supongo que hay algo de nómada mezclado con sedentario en todo hombre y mujer. Habrá mayores medidas de uno o de otro en cada cual. Tal vez la mayoría tiene bastante más de sedentario, o es acaso más conveniente desarrollar esta parte, que no implica las inconveniencias de moverse a cada rato. La nostalgia se profundiza cuando el nómada se hace cargo. Hay un placer adictivo ante la mirada de nuevos parajes, un hueco cavado por una carencia estética que nunca se sacia, cuando al mismo tiempo se añora la patria. Se desarrolla entonces un sutil afecto por el mundo, por lo conocido y lo por conocer. Se extraña lo que se admiró alguna vez y ya no se tiene a la vista. Se admira lo novedoso, lo distinto. Y se compara. Una ciudad recuerda a la otra, una montaña del oeste trae memorias de una del sur. Los edificios, los árboles, la actitud de la gente en la calle. Y aumenta el deseo de ver más. Cómo se verá tal ciudad en primavera; cómo se sentirá el aire de tal montaña en el amanecer.

Me pregunto si todos los nómadas sueñan con el cuarto y la cama de su infancia. De seguro los cuartos de la infancia también lo sueñan a uno.