lunes, 12 de marzo de 2012

Los cuadernos del mecánico

La segunda vez que estuve en el taller me convencí de que mi primera impresión no había sido un espejismo: ese mecánico era una de las personas más brillantes con las que había conversado. No se le podía cambiar el tema sin que él te llamara la atención. Una vez se empezaba a hablar de algo se debía terminar la conversación o callarse del todo, irse por las ramas no era una opción. Era intransigente con el lenguaje y corregía cualquier error, de quien lo escuchara, por pequeño que fuera. No era motivo de sorpresa que su ayudante no lo soportara. Era de modales toscos, algo grosero, pero no propiamente arrogante sino más bien de un intelecto demasiado disciplinado. Cuando supo que yo era sindicalista empezó a explicarme los problemas del motor de mi carro, un Toyota Camry de 1994, en términos de Marshall Ganz, Para ver si así entiendes algo, decía. Creo que eso era lo más cercano al humor que se permitía.

Tenía apenas sesenta años cuando lo conocí pero aparentaba ochenta. Se le olvidaban las cosas que acababa de decir y solía dar órdenes que contradecían alguna anterior, ambas directas e irrefutables, sólo que mutuamente excluyentes. Para el ayudante cualquiera de las órdenes que siguiera estaba mala y, cuando lo enfrentaba, el viejo sólo recordaba la orden que el ayudante decidió no seguir. Era implacable.

En una oportunidad me explicó los repuestos que debía llevarle para reparar el carro y, cómo mis conocimientos de mecánica eran muy limitados, no entendí ni en su segunda explicación. Se puso de mal humor y me dijo, Vamos, yo voy contigo a la tienda o terminarás comprando lo que no es. Entró a la oficina a buscar su cartera antes de irse y me quedé frente al ayudante, con quien intercambié una mirada de complicidad. Esta vez era yo el regañado y el ayudante me miraba con burla, Lo voy a dejar que maneje él hasta la tienda, le dije, o me va a caer a gritos por no saber manejar, a lo que el ayudante me respondió, en tono de chisme, No, ese viejo no sabe manejar, se conoce hasta la última pieza que va en cada rincón del carro pero nunca ha manejado uno fuera de un estacionamiento. El viejo apenas habló en el camino a la tienda. Se le notaba enfermo, pero era muy testarudo para irse a su casa a descansar. Al regresar al taller el viejo colapsó al bajarse del carro. Fui yo quien llamó la ambulancia. El ayudante me contó que la mujer del viejo lo dejó hacía varios años y que su hijo varón estaba preso. Su hija vivía en otro país. El viejo me balbuceó la dirección de correo electrónico de la hija y me pidió que sacara sus cuadernos del taller. Fui por ellos, que estaban en una gaveta medio escondida de un escaparate de libros en la oficina del taller, y no pude contener la curiosidad de leerlos. Eran enormes. El primer cuaderno tenia un lomo negro, de hojas gruesas y blancas, y estaba lleno de gráficos, ecuaciones y algunos escritos sobre matemática y física. No entendí ni una letra. El segundo cuaderno era del mismo material, pero de lomo rojo. Este era más grueso y estaba repleto de cuentos cortos. Algunos abordaban temas de teología, otros de alguna mitología extraña, tal vez basada en el Popol Vuh, otros de simple fantasía, y unos cuantos eran reseñas de libros. Recuerdo un ensayo sobre La Montaña Mágica de Thomas Mann que no pude digerir. Había incluso una nota que discutía una película, Bailando en la Oscuridad, y explicaba cómo la actriz hacía el único trabajo válido de actuación, uno que consume al actor, y según el viejo sólo le faltó morir de verdad, colgada de súbito mientras cantaba. Uno de los cuentos era un diálogo con Eleguá, inextricable y horrendo. Otro analizaba Malabo Blues de César Mba Abongo. Otro más contaba cómo Venezuela y Colombia se fundían en un terrible proceso geológico, hermoso y cruel, que los convertía en una sola masa, apartada del resto del subcontinente. El primero de los cuentos era el único escrito en tono convencional. Se notaba que fue escrito mucho antes que los demás, sobre todo por el estilo, que había evolucionado bastante. Era una historia digna de una telenovela con final trágico, contada en un tono sardónico, terrorífico quizás, con tufo a muerte, aunque sutil.

El viejo se recuperó. Me hice su amigo, tal vez en contra de su voluntad. Se negó a discutir conmigo el contenido de sus cuadernos. Ofrecí traer gente digna de leerlos, científicos, literatos, pero el tema era un callejón sin salida. En sus últimos días desvariaba con frecuencia, hasta que en un arranque de lucidez me dirigió una mirada feroz y me ordenó, Guarda los cuadernos y publícalos cuando haya muerto. Claro, antes me había ordenado destruirlos, pero como de todas formas mi elección sería la errónea, escogí publicarlos. Tras su muerte su familia no comprendió la importancia de buscar hasta el último rincón para dar con ellos. Luego de un par de veces que me permitieron entrar a su casa, donde revolví todo a mi paso sin suerte, su hija me prohibió que volviera y me amenazó con la policía, visto que mi insistencia rayaba en lo neurótico. Le escribí incontables correos electrónicos explicando la potencial relevancia de los cuadernos, incluso diciéndole que ella podría hacer una fortuna con ellos. Nunca me respondió. No dejaré de preguntarme qué habría sido del viejo si hubiese publicado su obra.