lunes, 27 de abril de 2009

El fantasma de la infame mujer sin cabeza vestida de blanco

Son las dos de la madrugada y estoy en un salón de la universidad en Singapur. Mientras Cris estudia, yo edito ensayos para KAS, leo mil cosas en internet y escucho Astor Piazzola y Coeur de Pirate.

Hace unos minutos fui a buscar un refresco a la máquina de enfrente de la biblioteca y me dio por caminar por los pasillos desolados de la universidad. En varias partes del campus hay pequeños letreros que pasan desapercibidos a cualquier ojo que no esté atento, que cuentan la relación del campus con la historia de Singapur. Debe haber docenas de estos letreros regados por el campus, yo he leído al menos diez sobre discursos de Lee Kuan Yew, el judío más rico del oriente o de sauces centenarios.

Este post es sobre el que acabo de leer. Está junto a la cancha de fútbol, bajando las escaleras de las oficinas del vice-decano. Debo haber estado allí al menos doscientas veces sin haberme percatado del letrero. Lo tuve que leer hoy, a las dos de la madrugada, cuando la universidad estaba íngrima y oscura.

Voy a traducir el contenido íntegro, así es más interesante:

“Historias de fantasmas han sido reportadas alrededor del campus. Sonidos de soldados japoneses marchando de arriba a abajo por los corredores y luces encendiéndose y apagándose aleatoriamente han sido comunmente asociados con la tortura y las matanzas durante la ocupación japonesa.

“También había un ascensor en el Departamento de Zoología que funcionaba por sí mismo, manejado por el “espíritu residente”. Sillas y mesas son lanzadas alrededor de los salones, de acuerdo con estudiantes que se quedan a estudiar hasta altas horas de la noche. El fantasma de la infame mujer sin cabeza vestida de blanco también se pasea alrededor del upper quad”.

Desde que le conté a Cristina no va al baño sola. Me toca acompañarla cada vez (es decir, cada diez minutos). Cabe destacar que estamos en un aula justo frente al upper quad.


martes, 7 de abril de 2009

Leópolis

Así, bajó de la cima del angosto tepuy en dirección opuesta a los tres extraños habitantes de la esotérica Leópolis. Mientras brincaba entre las piedras negras con pasto bajo, no notaba la neblina subir con mudo estrépito tras él, absorto en el dilema de su ruta en la selva. El rojizo río que los separaba del siguiente tepuy, en la cima del cual se encontraban los misteriosos peñascos blancos que vieron en borrosas fotos satelitales, estaba crecido. No podían seguir dilatando el tiempo de la expedición, con presupuesto y provisiones contados. La idea del fracaso, en la mente de todo el grupo, no había tomado forma en palabras, encontrando su límite en las expresiones corporales. Pensó que podía ser el momento de hablarlo e introducir la inesperada alternativa.


Fue en el aislado pueblo sabanero de El Paují cuando escucharon la leyenda, antes de empezar la larga caminata en busca de las ruinas. Esta población cambió para siempre a finales de los setenta, cuando un grupo de jóvenes caraqueños se asentaron allí. Sus prácticas de yoga y su estilo de vida vegano atrajeron a otros tantos como ellos, cambiando para siempre el otrora minúsculo asentamiento pemón. Según tres guías turísticos con quienes hablaron toda la noche, Leópolis es un secreto guardado con celo. Antes de sólo mencionar su nombre volteaban a los lados, nerviosos, y acercaban la cabeza al auditor con ojos perplejos, susurrando.


Entre murmullos, les contaron cómo se llevaron a cabo innumerables reuniones secretas en Caracas entre 1971 y 1975, diseñando lo que iba a ser la materialización de una utopía. Se mudarían a una zona aislada del planeta, rodeados de imponentes y protectoras montañas, los fantásticos tepuyes guayaneses, y cortarían todo contacto con la civilización. Nadie podía saber sus planes. Fue a pocos meses de emprender el viaje cuando uno de los fundadores de la idea vio nacer a sus primeras hijas, unas gemelas gloriosas. Embelesado con la paternidad prefirió abortar los planes y romper los solemnes juramentos antes que dejar de ver para siempre a la fuente de su orgullo, ya que la madre era ajena al proyecto. Luego de tormentosas discusiones que batieron los cimientos de la soñada empresa, acordaron que el desertor se llevaría el secreto a la tumba, no sin antes ayudarlos a resolver los últimos detalles logísticos. Viajaron todos hasta la última parada antes de separarse para siempre de la sociedad. Así, se despidieron en un minúsculo asentamiento pemón. El desertor, desolado, no quiso moverse de allí, y las gemelas llegaron luego con su madre para hacerle compañía. Fue así como surgió El Paují. De la suerte de Leópolis, la ciudad secreta, nada más se supo. El desertor aún vive en El Paují, y argumentan que el ahora septuagenario contó la historia entre sollozos bajo los efectos de un hongo de bosta vacuna, ignorando quién lo escuchaba.


Fue una historia entretenida para los miembros de la expedición, quienes la escucharon sin creerla. Su objetivo era llegar a las ruinas de una legendaria ciudad inca. Los conquistadores no descubrieron Machu Picchu por ignorancia y desdén, pues la historia inca documentaba claramente su existencia. Asimismo, hicieron varias referencias sobre una remotísima ciudad sagrada, más allá de la tupida selva, sobre una de las montañas con cima plana, casa de los dioses. Unas fotos satelitales refrescaron la memoria del que ahora baja por las piedras, confuso, casi alcanzado por la espesa neblina que lo persigue en silencio. Vio las fotos infinitas veces, no le cabía duda de que las extrañas piedras blancas fueron puestas por el hombre. Era esa, tal vez, en medio de la remota selva, la ciudad sagrada inca. Consiguió apoyo económico, un grupo de fotógrafos, camarógrafos y él, el arqueólogo, se lanzaron a la selva dispuestos a descubrir unas ruinas que dejarían al mundo asombrado.


Subió solo a la cima de un peñasco para ver mejor el río, en uno de los momentos más tensos de la expedición, con la moral del grupo destruida. Llegando, fue interceptado por un viejo y dos adolescentes. Viajaban con túnicas de cuero mal trabajado y los pies cubiertos con anchas trenzas. Eran blancos y hablaban un español diáfano. Le confesaron que tenían cuatro días siguiéndolos. Lo invitaron a Leópolis, seguros de que él nunca había escuchado mentarlo, con la condición de que dejara las cámaras. Él les pidió tiempo para consultarlo con el resto del grupo, a lo que ellos accedieron sonrientes, prometiéndole que al siguiente día se verían de nuevo. El trayecto, le dijeron, constaba de tres días, dependiendo del tiempo, pero no requerían cruzar el crecido río.


Ir significaba el final de la evasiva búsqueda de las ruinas incas, su objetivo original, a cambio de conocer las gentes y el aspecto de la secreta Leópolis. No habría gloriosas ruinas arqueológicas, su nombre no resaltaría en la portada de revistas y periódicos del mundo entero, ni Hollywood haría películas rememorando sus hazañas. Sin embargo, iba sobre seguro. No encontraría la decepción de unas sosas piedras blancas, obra del azar o de alguna tribu menor, sin valor histórico remarcable. Siempre pensó que lo que minaba la moral del grupo era la acechante sospecha de la mayoría de que las piedras serían un fiasco. Poco se imaginaba la ofensa unánime que sentirían cuando propusiera abandonar el glorioso plan de las ruinas incas.


Él sabía que debía decir que no a la invitación. Pero las salidas fáciles son muy tentadoras.