martes, 1 de septiembre de 2009

Cautiverio

No sé cuánto tiempo llevo encerrado aquí, pero siento que me estoy atrofiando tras estas rejas. Desde que me separé de mi hermano y mi madre todo se ha tornado muy duro. Con frecuencia siento miedo, pero la rabia siempre es mayor. La ira tendía a recorrer mis venas y arterias ahogando cualquier otra emoción, ahora la sensación de miseria es al menos igualable. No puedo ver mis ojos, pero recuerdo que los de mi madre, con la rabia, se tornaban más claros, siempre que sentía que mi hermano y yo estábamos en peligro. Mi madre era de rabia fácil, quizá más que yo. Quisiera verla, pero no tras estas rejas conmigo. Hoy, ante la miseria en que vivo, apuesto a que mis ojos se han oscurecido y apagado.


Cuando la noche caía era un momento de júbilo en mi vida. Empezaba la cacería, recorría mis senderos y todos a mi paso huían. Pobre de aquellos que no me sentían venir. Mis firmes y silenciosos pasos hacían que mi pecho temblara. Pero era duro para mí también, no siempre hallaba presas. Pasé hambre muchas veces. Los momentos de abundancia eran gloriosos, pero escasos. Me bañaba en la sangre de mis víctimas, que bautizaban mi ira y le daban sentido. Tragar sangre es tragar ira. Desde que estoy tras estas desvencijadas rejas no sé lo que es saciar la ira con los bautizos de sangre. Ahora, las noches sólo aumentan mi miseria a cielo abierto. Las luces encendidas no me permiten ver las estrellas, apenas algunas, las más brillantes, que escapan del velo astral de los enceguecedores focos. Cuánto quisiera que los bombillos extinguieran su brillo y me encontrara en la oscuridad, frente a frente, con mis torpes y ruines captores. Sueño con ello y me despierto, miserable, ante el cautiverio.


Alimentarme, para mis captores, representa un momento de tensión. Al principio golpeaban las rejas con palos en el extremo opuesto a la puerta para entretenerme mientras abrían para soltar un trozo de carne. A veces, con la mirada fija en el imbécil que gritaba con el palo, ignoraba que tras de mí se abría una puerta; a veces me enteraba muy tarde y cuando, de dos potentes zancadas, llegaba a la puerta, esta se cerraba con estrépito frente a mí. Desde que le atiné un zarpazo a quien me cerraba la puerta, cada día cambian de estrategia. La miseria me ha hecho incluso desistir algunos días de moverme. Me echo en el piso y hasta ignoro la carne, a veces por días, hasta que se llena de moscas y su sabor ya no recuerda la sangre productora de ira, entonces sabe a miseria y a moscas.


Ciertas noches rujo, como lo hacía cuando estaba suelto. Sobre todo cuando la luna llena ilumina mis lunares y quiero correr por mis senderos y cazar. La ira me invade de nuevo y rujo, para el frágil placer de mis captores. Hoy alcancé a identificar en sus movimientos el miedo. Rugí, con las fuerzas que me quedan, y desde la distancia los hombres voltearon, como siempre, entretenidos. No esperaban escuchar a mi hermano responder desde el monte. Él anda suelto, como debemos andar los jaguares, y puso a correr a mis captores, que apagaron las fatídicas luces antes de irse, presas del miedo que les produjo el rugido de mi hermano suelto, el jaguar que ahora reina en el monte. Hoy, tras muchos días, puedo ver las estrellas y recordar cómo era ser un animal libre.

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