viernes, 25 de septiembre de 2009

Esta última semana

A las afueras de Bogotá pude ver que los páramos no respetan las cercanías con las metrópolis. Dejan crecer sus frailejones y hostigan con su frío insolente a los citadinos, que a su vez vienen a quejarse, sólo para volver la siguiente semana a quejarse de nuevo. Los toros de Lidia se quedan allí, sin saber que sus vidas apacibles en enormes praderas donde pastan sin ser molestados se debe a su función de representar la milenaria barbaridad humana.

En El Chorote, a su vez, detenidos en la carretera hacia La Calera para comer en ese piqueteadero, me encontré con gente conocida, amigos cercanos podría decirse. Siempre es un acontecimiento ver gente conocida lejos de casa. Para mi sorpresa, no pareció serlo para ellos. Me saludaron apenas, con cordialidad, claro, al fin son rolos. Pero sin secuelas. Sin planes. Sin muchas preguntas. Tal vez yo habría reaccionado distinto si los hubiese visto, sin previo aviso, comiendo empanadas en El Palito.

Luego, en la carretera a Punto Fijo, observé el apetito voraz de los Médanosde Coro, atrapada con las manos en la masa en pleno acto de tragarse la autopista cual bocadillo. Sí, atrapada, porque esos médanos son de género femenino. En la soledad vial de las doce de la noche tal espectáculo puede producir terror, como atestiguará mi copiloto. A mí me produjo algo más cercano a la conciencia de estar soñando.

Pero antes había hablado con Chipina, uno de los desplazados de la vaguada de La Guaira, quien terminó en un sindicato bolivariano de La Victoria, donde lo conocí mendigándome un Belmont con algo de vergüenza. No sabía por qué estaban en tribunales, ni por qué, si ya los habían llamado para volver a trabajar, no habían vuelto. Tampoco sabía con claridad qué estaban reclamando, ni por qué el hombre fornido y con mirada amenazante que aparecía en su cédula y llevaba su nombre no se parecía en nada a él, un anciano delgado de cueros colgantes y llagas en la piel. Desde que se fue de La Guaira ya no sabía nada.

Aún antes de eso miré con cierto temor varios pares de refinados ojos celeste inflamarse de sangre en Caracas, a la sola mención de personas medianamente relacionadas con el gobierno de turno. La hiel se olía hasta casi poder morderse, y aunque parezca absurdo, aquellas personas parecían disfrutar de su adicción a la hiel, que les recorría el cuerpo y les hinchaba los ojos claros, protegidas las pieles con cremas de nombres afrancesados y los cabellos con productos cuyos ingredientes parecen sacados de un exótico menú cantonés.

Ahora, escribiendo este post, pienso en Nirgua, lugar en el que estaré muy pronto si las cosas ocurren, no sé cómo, pero ocurren. Es que las cosas ocurren sin yo saber con claridad cómo.

1 comentario:

marianne dijo...

Me gustó ese final. Que no sea "si las cosas ocurren como espero" o "como planeo", sino "si las cosas ocurren".
Las cosas siempre ocurren, a fin de cuentas; me gustaría poder decirlo así también. Porque si espero que ocurran como planeo, seguramente me decepcionaré, pero si sólo espero que ocurran, seguro ocurren. Algo, quién sabe qué...
(La imagen de los Médanos + la imagen del sindicalista.bolivariano.de.la.victoria me parecieron desoladoras, debe ser de tanto trabajar con sindicatos, mejor no me meto con eso).