lunes, 6 de julio de 2009

Leópolis II

Así, junto a los otros bajo la tenue llovizna, tan normal en el Amazonas, se preguntó en silencio, ¿Cómo explicar los ambiguos conjuros que he querido resaltar en este espacio? Salidas fáciles, como ir a Leópolis. Nunca se esperó la reacción del grupo, mezcla de ofendida sorna con incredulidad. El viaje a Leópolis estaba descartado sin lugar a réplica.

Un vacío tras las costillas era lo que sentía al recordar las duras palabras de los hombres de Leópolis cuando les dijo que no irían. Ellos esperaban una alegre aceptación a su invitación. Fue una conversación de extraños que creían, falsamente, haber leído con claridad al otro. Luego de un saludo incómodo, mientras caminaban por un sendero de la sabana, el anciano de Leópolis se atrasó mientras se acomodaba su calzado artesanal. Los jóvenes, entre risas, se dieron ánimos para preguntarle de una vez por todas, ¿Y tú comes cadáveres?, de un modo tan casual que lo que le produjo fue risa. Luego de unos segundos de incomprensión, respondió, ¿Se refieren a si como carne? Pues sí, es muy buena. Los jóvenes estallaron a reír, como ante la confesión de una seria travesura.

El anciano les dio alcance. Fue al grano. La respuesta fue también concisa, Hemos decidido no visitar Leópolis sino continuar con nuestra ruta. Con obvia decepción, pero con cierto respeto, al menos en cuanto dejaba entrever, el anciano le preguntó cuál era su ruta. Cuando le explicó que estaba en camino a la cima del tepuy que tenían enfrente, tras el río, pues unas fotos satelitales mostraron ciertas piedras blancas que podrían significar un descubrimiento arqueológico relacionado con los Incas, el anciano casi no daba crédito a sus palabras, ¿Qué clase de demonio peregrino te ha invadido para hacerte creer que alguna vez un inca tan solo puso un pie en estas tierras? ¿Acaso sabes las astrónomicas probabilidades de fracaso? Empecemos por llegar a la cima de ese tepuy, que no tiene rampa y está colmado de barrancos. La indignación del anciano era tal que no intentaba disuadirlo para que fuera a Leópolis, en realidad se había arrepentido de haberlo invitado alguna vez. Sólo trataba que ese insensato abriera un poco los ojos a la vacuidad de su viaje, pero nada más hasta la intersección de los senderos, cuando el anciano tomaría a la derecha con los dos jóvenes hasta perderse en ruta a su esóterico asentamiento, y él seguiría por el caminito de la izquierda, en dirección al resto del grupo que lo esperaba a la orilla del río.

Mientras se toma horas deliberadamente desenredando un largo mecate que sacó de su bolso, el resto del grupo arma el campamento para pasar la noche. Lo miran perder el tiempo, y lo dejan, jugando a creer que su vana labor de desenredar el mecate es crucial y complicada. A veces lo interrumpen con alguna pregunta tonta, siguiendo el juego, pues no saben del todo lo que piensa con el mecate húmedo entre las manos y la mirada perdida en la llovizna. No han descifrado que piensa en conjuros para cruzar el río y llegar a la cima.