jueves, 5 de abril de 2012

La pelota y la diferencia entre 1 y 100 metros




Extranjeros y locales
del béisbol venezolano
mil cuentos han escuchado
de los eternos rivales.

Lo que vamos a narrarles
acerca de estos equipos
es como en ellos dos tipos
lograron influenciarles.

Era el juego decisivo
de aquel feroz campeonato
donde apostó hasta el zapato
más de un seguidor furtivo.

Los siete juegos finales,
a tres por bando empatados,
en esa noche, resteados,
lo definían los rivales.

El parque se reventaba
y llovía la cerveza
cada vez que, de cabeza,
un jugador anotaba.

Abriendo el inning noveno
ganaban los visitantes,
tres carreras por delante
el grupo capitalino.

Esperan tras bastidores
nuestros dos protagonistas:
¡Dos soberbios beisbolistas!
De esos que exaltan en listas
de temibles bateadores.

El primero era felino
aunque sin tantos reflejos
(se estaba poniendo viejo
el héroe capitalino).

De brazos, es evidente,
le sobra musculatura
y es su excusa ante esa dura
lipa enorme y prominente.

El segundo jugador,
que era turco y navegante,
goza de mejor talante
pero bateaba peor.

“Demasiado introvertido
para un juego tan mediático”,
reclamaban, antipáticos,
sus compañeros de nido.

Y le tocaba batear
al jugador fortachón
que aun siendo muy barrigón,
no deja de pavonear.

En un tono taciturno
se puso a reflexionar
“¿Adónde debo batear
la pelota en este turno?”

“¡Hasta las gradas la mando!”
Se dijo hacia sus adentros
y hasta se puso contento
en ese jonrón pensando.

Y así, dentro de su mente,
Hizo cálculos con sed:
“Un metro tras la pared
será más que suficiente”.

“Por mujeres codiciado,
los hombre querrán mi suerte,
desde la cara al juanete
seré yo fotografiado”.

“Aunque ya vamos ganando
este jonrón los sentencia”,
pensaba con recurrencia
mientras chimó iba mascando.

El coach, desde la tercera,
le aplaudía rapidito.
“¿Tendrá el coach mal de San Vito
o una buena borrachera?”

Por no pararle a las señas
con las que el coach se esmeraba
éste se desesperaba
y se arrancaba las greñas.

Cuando vino el lanzamiento
que el gordo estaba esperando
sin prisa ni titubeando
arremetió a swing completo.

La pelota disparada
salió hasta lo más profundo
y se quedó todo el mundo
observando la jugada.

El jardinero central
por la pared se trepó
y con un salto logró
la atrapada magistral.

“Al cabo que ni quería”,
lanzó el gordo un puntapié.
“Por menos de un metro fue
que falló mi puntería”.

Entonces vino el home club
a batear, última entrada,
y si no lograban nada
no saldrían ni en youtube.

Las bases llenaron pronto
tras dos outs alucinantes
y le tocó al navegante
semejante enfrentamiento.

Desde adentro de la cueva
se alzó la cachucha nueva
que llevaba el del timón.
Soltó sus notas
y de sus ropas
sacó una enorme
pepa ‘e mamón.
El almirante,
muy desafiante,
lanzó la pepa
de un manotón
y justo enfrente
de los presentes
en cuatro pepas
se convirtió.

“Lo que has visto ahorita mismo
no es un truco ni ilusión.
Anda al plato, te concentras
y me pegas un jonrón.
Así, con cuatro carreras
anotadas de un tirón
a la pizarra das vuelta
y yo me vuelvo campeón”.

Tenía toda la atención
aquel hombre introvertido
de todo el que ve el partido
en vivo y televisión.

Lo transmitían por la radio,
por internet lo seguían,
y en el convento se unían
las monjas para escucharlo.

Hasta afuera del estadio
soñaba un jonrón pegar
por arriba de las gradas,
lo que nadie ha de lograr.

Pensó, arrugando la cara,
“Ya sé dónde hay que buscar
la pelota tras batear:
al Centro Comercial Ara”.

Una recta le lanzó
aquel cerrador felino
y aunque bateó con gran tino
por cien metros se peló.

El estadio, enardecido,
en gritos, llantos y abrazos
le anunció que su batazo
igual un jonrón ha sido.

Así queda demostrado
cómo es a veces mejor
de cien metros un error
que sólo un metro fallado.

lunes, 12 de marzo de 2012

Los cuadernos del mecánico

La segunda vez que estuve en el taller me convencí de que mi primera impresión no había sido un espejismo: ese mecánico era una de las personas más brillantes con las que había conversado. No se le podía cambiar el tema sin que él te llamara la atención. Una vez se empezaba a hablar de algo se debía terminar la conversación o callarse del todo, irse por las ramas no era una opción. Era intransigente con el lenguaje y corregía cualquier error, de quien lo escuchara, por pequeño que fuera. No era motivo de sorpresa que su ayudante no lo soportara. Era de modales toscos, algo grosero, pero no propiamente arrogante sino más bien de un intelecto demasiado disciplinado. Cuando supo que yo era sindicalista empezó a explicarme los problemas del motor de mi carro, un Toyota Camry de 1994, en términos de Marshall Ganz, Para ver si así entiendes algo, decía. Creo que eso era lo más cercano al humor que se permitía.

Tenía apenas sesenta años cuando lo conocí pero aparentaba ochenta. Se le olvidaban las cosas que acababa de decir y solía dar órdenes que contradecían alguna anterior, ambas directas e irrefutables, sólo que mutuamente excluyentes. Para el ayudante cualquiera de las órdenes que siguiera estaba mala y, cuando lo enfrentaba, el viejo sólo recordaba la orden que el ayudante decidió no seguir. Era implacable.

En una oportunidad me explicó los repuestos que debía llevarle para reparar el carro y, cómo mis conocimientos de mecánica eran muy limitados, no entendí ni en su segunda explicación. Se puso de mal humor y me dijo, Vamos, yo voy contigo a la tienda o terminarás comprando lo que no es. Entró a la oficina a buscar su cartera antes de irse y me quedé frente al ayudante, con quien intercambié una mirada de complicidad. Esta vez era yo el regañado y el ayudante me miraba con burla, Lo voy a dejar que maneje él hasta la tienda, le dije, o me va a caer a gritos por no saber manejar, a lo que el ayudante me respondió, en tono de chisme, No, ese viejo no sabe manejar, se conoce hasta la última pieza que va en cada rincón del carro pero nunca ha manejado uno fuera de un estacionamiento. El viejo apenas habló en el camino a la tienda. Se le notaba enfermo, pero era muy testarudo para irse a su casa a descansar. Al regresar al taller el viejo colapsó al bajarse del carro. Fui yo quien llamó la ambulancia. El ayudante me contó que la mujer del viejo lo dejó hacía varios años y que su hijo varón estaba preso. Su hija vivía en otro país. El viejo me balbuceó la dirección de correo electrónico de la hija y me pidió que sacara sus cuadernos del taller. Fui por ellos, que estaban en una gaveta medio escondida de un escaparate de libros en la oficina del taller, y no pude contener la curiosidad de leerlos. Eran enormes. El primer cuaderno tenia un lomo negro, de hojas gruesas y blancas, y estaba lleno de gráficos, ecuaciones y algunos escritos sobre matemática y física. No entendí ni una letra. El segundo cuaderno era del mismo material, pero de lomo rojo. Este era más grueso y estaba repleto de cuentos cortos. Algunos abordaban temas de teología, otros de alguna mitología extraña, tal vez basada en el Popol Vuh, otros de simple fantasía, y unos cuantos eran reseñas de libros. Recuerdo un ensayo sobre La Montaña Mágica de Thomas Mann que no pude digerir. Había incluso una nota que discutía una película, Bailando en la Oscuridad, y explicaba cómo la actriz hacía el único trabajo válido de actuación, uno que consume al actor, y según el viejo sólo le faltó morir de verdad, colgada de súbito mientras cantaba. Uno de los cuentos era un diálogo con Eleguá, inextricable y horrendo. Otro analizaba Malabo Blues de César Mba Abongo. Otro más contaba cómo Venezuela y Colombia se fundían en un terrible proceso geológico, hermoso y cruel, que los convertía en una sola masa, apartada del resto del subcontinente. El primero de los cuentos era el único escrito en tono convencional. Se notaba que fue escrito mucho antes que los demás, sobre todo por el estilo, que había evolucionado bastante. Era una historia digna de una telenovela con final trágico, contada en un tono sardónico, terrorífico quizás, con tufo a muerte, aunque sutil.

El viejo se recuperó. Me hice su amigo, tal vez en contra de su voluntad. Se negó a discutir conmigo el contenido de sus cuadernos. Ofrecí traer gente digna de leerlos, científicos, literatos, pero el tema era un callejón sin salida. En sus últimos días desvariaba con frecuencia, hasta que en un arranque de lucidez me dirigió una mirada feroz y me ordenó, Guarda los cuadernos y publícalos cuando haya muerto. Claro, antes me había ordenado destruirlos, pero como de todas formas mi elección sería la errónea, escogí publicarlos. Tras su muerte su familia no comprendió la importancia de buscar hasta el último rincón para dar con ellos. Luego de un par de veces que me permitieron entrar a su casa, donde revolví todo a mi paso sin suerte, su hija me prohibió que volviera y me amenazó con la policía, visto que mi insistencia rayaba en lo neurótico. Le escribí incontables correos electrónicos explicando la potencial relevancia de los cuadernos, incluso diciéndole que ella podría hacer una fortuna con ellos. Nunca me respondió. No dejaré de preguntarme qué habría sido del viejo si hubiese publicado su obra.

sábado, 18 de febrero de 2012

El rechazo oriental

Salió del baño, con las manos chorreantes de la brusca y efímera lavada de manos. Caminó por inercia por la sala del apartamento, como si una fuerza externa le prohibiera descansar así fuera un segundo. ¿Sería eso el jet lag? ¿O era el jet lag el cosquilleo de las piernas? El tanque llenándose desde el baño retumbaba y parecía haber quedado un estruendoso eco burbujoso impregnándolo todo del agua yéndose luego de bajada la cadena. Era todo nuevo en este apartamento. Pequeño pero nuevo. Mesas de algo que recordaba al mármol, pero no lo era, paredes vinotinto, mesas de vidrio y metal cromado en los muebles de la cocina. El estómago le daba vueltas y sabía que debía volver al baño pronto, otra vez. Le retumbaba en su cabeza la arrogante sonrisita de su amigo Julio. “Vietnam es fantástico”, le repitió hasta el cansancio. ¿Para qué lo escuchó, si sonaba tan poco creíble, tan poco confiable? “La comida, fuera de este mundo”, le decía Julio. “El país dónde mejor he comido en mi vida y, asombrosamente, coincide con ser el más barato también. No se puede perder en Vietnam”. Llevaba día y medio allí y todo era surrealista. Ho Chi Minh City. Aterrizó en la mañana del viernes pero salió de Venezuela un miércoles cuando aún era temprano. ¿Cómo es que se desapareció el jueves? Nada tenía sentido. Bajó por las escaleras de aquel edificio angostísimo y nuevo. ¿Por qué era todo tan nuevo? Parecía irreal, de utilería, en especial al contrastarlo con las calles agrietadas, las maticas creciendo de las grietas, los cables en todas las direcciones, saliendo de todos los lugares, y las motos, eso era lo peor de todo, ¿cómo podían haber tantas motos? Eran moticos casi todas, de las vespa, que es avispa en italiano por el ruido que hacen, un zumbido, aquello no era una ciudad, era un enjambre. La única forma de cruzar la calle en ese revoltillo de motorizados tocando cornetas sin parar y viniendo de cualquier parte, de la calle, de la acera, de las alcantarillas pareciera que salieran, era siguiendo a un local, que cruzaba paso a paso, levantando una mano en señal milagrosa, como Moisés cruzando el Mar Rojo. Caminó hasta el centro comercial que estaba allí enfrente, a poco más de una cuadra de su casa. Las fachadas de los edificios tenían ese aire colonial francés. Los carritos malolientes con baguettes que rellenan con paté, quesos de la vache qui rit y ramitas un tanto más orientales, “los mejores sanduches que te puedes comer en una calle” – por favor, que se borre la imagen de Julio hablando sandeces – estaban a la entrada. Unas escaleras de terra cota sucia llevaban a un entramado de tienditas, todas llenas, dentro de un edificio extraño, con un sótano al que no se sabía muy bien por dónde se le llegaba o por qué estaba lleno de motos que se movían lentamente. Era como una mirada a otro nivel de la ciudad, subterráneo, el avispero por dentro. Al final del pasillo estaba una puerta de vidrio que parecía contrastar con todo a su alrededor, negándose a encajar, arrogante. Era la única imagen occidental. Una puerta corrediza de vidrio, que se abre automáticamente cuando la gente se acerca, con un letrero con símbolos y logos en verde y rosado que recuerdan un bosque de fantasía. Está empañada la puerta por el aire acondicionado que hay adentro. Y se abre cuando, con una mano en el estómago, con un golpe de sed que le hace doler el paladar, se para en enfrente. El aire acondicionado le produce un extraño alivio, junto a las luces y la decoración occidental de un supermercado para extranjeros, el más caro de Ho Chi Minh. Sólo hay mujeres blancas caminando por los pasillos con sus carritos y un par de niñas, ¿europeas, australianas?, corriendo, sin separarse demasiado de su mamá, que finge no prestarles atención.


La noche anterior fue a comer a la mansión amarilla. “Pocas veces en mi vida he comido tanta comida tan sabrosa como ahí”, le decía Julio. En una cosa tuvo razón, era muy barato. Sin embargo, lo que no pagó en dinero lo estaba pagando ahora en sufrimiento. No había dormido casi del dolor de barriga. ¿Cuánto tiempo había pasado, diez, doce horas? Ya no sabía bien qué hora era. Era de día, de mañana probablemente. Era sábado, claro, tenía que ser. ¿Por qué había ese tráfico un sábado y, de ser así en el fin de semana, cómo sería el lunes? Prometió no quejarse más del tráfico y las colas de la autopista de Prados del Este. Caminó como un zombie por los pasillos del supermercado y pensó quedarse ahí el resto del tiempo, mudarse para uno de esos pasillos con productos al triple o cuádruple del precio que a cómo los vendían dos locales más allá. Era un rincón de occidente en ese caos asiático que lo repelía como un tumor maligno. Tomó un par de bolsas de pasta, salsa boloñesa, un litro de leche neozelandesa, una bolsa de muesli australiano, un baguette y una bolsa de lonjas de queso amarillo. Pagó con esos billetes enormes, todos iguales en diseño y con distintos tamaños y colores, tan increíblemente devaluados. ¿Cuánto costaba aquello, cinco mil, cincuenta mil, quinientos mil? Le podían decir cualquier cosa y lo pagaría sin saber si estaba bien.


Regresó al apartamento tras caminar apresurado con sus sonoras chancletas. Subió las escaleras hasta el tercer piso, en vez de esperar el mínimo ascensor nuevo, con botones nuevos y recién engrasado para hacerlo ver más brillante, más nuevo. Cerró la puerta de una patada al entrar y el ruido, mucho más estruendoso de lo esperado, lo sobresaltó. Soltó las bolsas en el piso y notó lo tensa que tenía la espalda. Estaba hiperventilando. Pensó entonces que eran las escaleras, pero él estaba en buen estado físico, subir tres pisos no lo iban a dejar con esa taquicardia. Se puso las manos en las rodillas y se sostuvo respirando fuerte, con la boca abierta, como un short stop que acaba de hacer una acrobática atrapada y espera ansioso la próxima jugada. Sintió una especie de poder, una confianza inusual en sí mismo que no encajaba en todo aquello, como si hubiese consumido cocaína. Y entonces le dio por reírse a sonoras carcajadas. Abrió los brazos y los batió, imaginando que tenía alas como una enorme águila, mientras se reía, no sabía de qué. ¿Qué hacía él en Vietnam? ¿Cómo fue que aceptó un traslado para este país en donde no conoce a nadie? ¿Cómo hacía para regresar y matar a Julio? Se desplomó en una de las sillas de cuero de la sala y se sintió mejor, aliviado. Se burló de su situación mientras se daba cuenta de que aquel apartamentico era, dentro de todo, acogedor. Y la silla esta era cómoda. Era mucho lo que se iba a ahorrar en tan solo un año, con su nuevo salario, su repatriación y el hecho de que le paguen casi todos sus gastos. Y le sobrarían las mujeres. Después de todo, un occidental con un buen salario era un éxito asegurado con las mujeres en el sureste asiático, le habían jurado eso. Fue lo único que no le juró Julio, “Yo soy casado y de buen salario no tenía ni la esperanza, ¡pero la comida en Vietnam, uff!”.


Pensó en guardar la leche en la nevera antes de que se le olvidara y se le dañara ahí en el piso de la sala. Entonces se puso a revisar los gabinetes de la cocina, con mucho mejor humor. Encontró unos cubiertos de Ikea, un sacacorchos eléctrico, unos manteles individuales y algunos otros instrumentos de cocina en las gavetas. Fue cuando abrió la puerta de un gabinete metálico, que estaba trabada. La tuvo que forzar. Tal vez fue el impulso de la inercia de cuando uno hala una palanca trancada hasta que cede de pronto, sin que uno se lo espere. El corazón le dio un vuelco. Perdió el balance por un instante y no estaba viendo hacia abajo cuando algo salió disparado de adentro del gabinete y le tocó la rodilla. Se fue desplomando hacia atrás en lo que le pareció una eternidad. Su mente le funcionaba mucho más rápido que su capacidad de darle una orden al cuerpo para evitar la caída. ¿Qué le tocó la rodilla, una rata? Vio mientras se caía hacia atrás cómo lo que le tocaba no era un animal, era una mano, y el asco inicial se transformó en pánico, así, en menos de un instante, mientras aún estaba suspendido en el aire. Pasó por mínimas fases cíclicas de sorpresa, escepticismo y alarma. La mano se hizo borrosa un instante. Mientras caía cada vez era más evidente que la mano no estaba tratando de agarrarlo, sino que caía, la mano también, inerte, mientras se seguía abriendo la compuerta y se mostraba una masa oscura primero, debió ser un saco, cómo va a ser eso una mano, pero lo era, una mano, pegada a un cuerpo de una mujer con un vestido estampado, eso es el cabello castaño, con su cabeza rebotando contra el piso, haciendo la cabeza de la mujer un ruido que dolía al estrellarse, como una imagen de Akira Kurosawa, mientras él caía y su cóccix por fin pegaba del piso y sus ojos, abiertos a más no poder, debían mostrar una cara de horror bollywoodense. En un soplo estaba fijo, en el suelo, atónito mirando aquello. Tras dos segundos más, pensó: “¡El coñísimo de tu madre, Julio, hay una puta muerta en mi apartamento en Vietnam!”