El Subway de Nueva York en horas pico sufre de una apretada aglomeración de gente en el tren E en dirección a Downtown. Encerrado allí, con frecuencia pude escuchar los rítmicos traqueteos del metal de los rieles maltratado por el vagón con sobrepeso, la voz del operador indicando la estación por el parlante, el pitido de las puertas anunciando que van a cerrarse. Otra cosa distinta es escuchar a la gente hablar. De no ser por los ruidos propios del Subway, sólo habría silencio. Cientos de personas agolpadas unas contra otras sin proferir palabras. En las ocasiones en que el tren se detenía (sobre todo el A Express) pude apreciar con toda claridad que no había conversaciones transcurriendo entre los cientos de seres al azar que quedaban embutidos en esas latas de metal y fibra de vidrio subterráneas. Muchísima gente, poquísima interacción.
Escribo hoy desde aquel cuarto de mi infancia, que me recibió cálido y feliz. Los dos días que llevo en Venezuela, luego de más de nueve meses sin venir, me han recordado la interacción de extraños en sitios públicos que se da en estas tierras. No existe esa burbuja de espacio personal protegida como la propiedad en las ciudades de Norteamérica. Nadie dice “excuse me” para pasarte cerca, nadie duda en tocarte la espalda como medio de pedir permiso, nadie se disculpa luego de un leve tropiezo casual. Nuestra burbuja es mucho menor.
Salir a la calle en la ciudad en que crecí trae como consecuencia la alta probabilidad de encontrarme con alguien conocido. Cuán remota es esa posibilidad en Nueva York. Hoy me gritaron “¡Julio!” por la calle y casi no volteé. Claro que era conmigo.
Manejar en este caos de irrespeto absoluto por las más elementales leyes de tránsito es divertidísimo. Manhattan está diseñada para multar a la mayor cantidad de conductores posible (vaya si lo sabremos mi esposa y yo), desalentándolos de que lleven su carro. Su objetivo es enfrascar a todos en el multitudinario silencio del transporte público.
Claro, quizás la nostalgia me hace buscar razones para desdeñar Manhattan y amar Valencia.
Escribo hoy desde aquel cuarto de mi infancia, que me recibió cálido y feliz. Los dos días que llevo en Venezuela, luego de más de nueve meses sin venir, me han recordado la interacción de extraños en sitios públicos que se da en estas tierras. No existe esa burbuja de espacio personal protegida como la propiedad en las ciudades de Norteamérica. Nadie dice “excuse me” para pasarte cerca, nadie duda en tocarte la espalda como medio de pedir permiso, nadie se disculpa luego de un leve tropiezo casual. Nuestra burbuja es mucho menor.
Salir a la calle en la ciudad en que crecí trae como consecuencia la alta probabilidad de encontrarme con alguien conocido. Cuán remota es esa posibilidad en Nueva York. Hoy me gritaron “¡Julio!” por la calle y casi no volteé. Claro que era conmigo.
Manejar en este caos de irrespeto absoluto por las más elementales leyes de tránsito es divertidísimo. Manhattan está diseñada para multar a la mayor cantidad de conductores posible (vaya si lo sabremos mi esposa y yo), desalentándolos de que lleven su carro. Su objetivo es enfrascar a todos en el multitudinario silencio del transporte público.
Claro, quizás la nostalgia me hace buscar razones para desdeñar Manhattan y amar Valencia.
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