lunes, 15 de junio de 2009

La vuelta al mundo en 30 días

Salí de Singapur a la medianoche, rumbo a Pekín. En pleno apogeo de la paranoia internacional por la nueva influenza, mi nariz acuosa no auguraba el mejor viaje. En el aeropuerto en China amanecía al día más largo de mi vida -literalmente-, con innumerables lectores de temperatura operados en varios puntos de las apretadas colas de viajeros, quizás no las más convenientes en caso de que alguno de nosotros hubiese estado contagiado del irracionalmente temido virus. No tuve problema, me dejaron pasar pero tuve que quedarme en el área de pasajeros del aeropuerto ya que mi visa China se venció.


De nuevo, otro avión luego de una incómoda siesta con el obeso morral como almohada; era mediodía en China. La ruta más corta entre Pekín y Nueva York es el polo norte. Por catorce horas volé y la mayor parte del tiempo conversé con un iraní que tenía al lado sobre los enormes desiertos de hielo y nieve que se veían desde la ventana. Durante las catorce horas, volando hacia el oeste por el polo norte, fue mediodía. Literalmente: más de medio día de mediodía. Llegamos a Nueva York a las dos de la tarde, hora local, y el sol no se ocultó sino hasta las ocho esa noche. Demasiadas horas de sol: veintiséis, para ser exactos.


Con mis compañeros de postgrado, que se desperdigaron por el mundo luego de la graduación en Singapur, los días en Nueva York difícilmente pudieron ser más animados. Vale destacar el aporte colombiano, con un batallón de borrachos que no paró de rumbear como Dios manda. De más está decir, poco fue lo que me alejé del combo de mis vecinos. Sólo un par de días en Boston con mis panas Bhushan y Kevin (de India y Australia): nada que destacar, Boston tiene ínfulas de antigua (y lo es, a los estándares del nuevo continente) y un fanatismo beisbolero que entusiasma.


Manhattan, por otro lado, es insuperable en numerosos renglones. The Village es un paraíso múltiple e inclusivo, donde intelectuales, snobs y borrachos de esquina se sienten en casa. La variedad de cervezas es infinita (cuántas me quedé sin probar), las librerías invitan a que uno se mude y haga su vida dentro de ellas sin tener que salir más nunca, la diversidad de comida parece una asamblea de la ONU (mi favorita es la etíope). Los días se escurrieron entre la universidad, la rumba y las diligencias varias (paradójicamente alargados por la ausencia de Cristina).


Luego vino el núcleo del viaje: pit stop en Venezuela. No sin antes parar doce horas en Trinidad, pero de noche y con dos maletas de mano, entorpeciendo cualquier posible actividad recreacional fuera del aeropuerto. Dormí sobresaltado bajo un chorro de aire acondicionado capaz de resguardar carne de res por meses y junto a un parlante que sonaba como una estación de radio mal sintonizada y a mayores decibeles de los soportables. Volé en una avioneta de hélices hasta Maiquetía, en medio de una cruenta pelea por el posa-brazos con un enorme chino que se me sentó al lado, mientras miraba las alucinantes montañas de Sucre. Hasta que al fin aterricé en Venezuela. Cuatro frenéticos días en que no tuve tiempo de hacer casi nada ni ver a casi nadie. La boda de Alfredo fue el clímax. Cuando me vio (no sabía que yo iba a estar allí), caminando por el pasillo donde lo esperaban los invitados, su reacción inmediata fue mostrarme su dedo medio con vehemencia. Me fui de Venezuela sin los libros que quería buscar y sin hablar con tantas personas, que me deja un sabor a ansiedad por regresarme.


Para completar la vuelta me tocó volar por Europa. Doce horas parado en Frankfurt. Afortunadamente, esto sí fue de día. Caminé por horas por “la ciudad más moderna de Europa”, frustrado porque lo que me interesa de ese continente es más bien lo antiguo. Luego de cinco horas caminando sin rumbo decidí tratar de ubicarme, para encontrar que caminé tanto que el lugar en el que estaba quedaba fuera de lo dibujado en el mapa que me dieron. Sabiendo sólo profanos insultos e invitaciones sexuales en alemán, preferí pedir instrucciones en inglés, y no tuve problemas para conseguir de nuevo el aeropuerto: Frakfurt es como del tamaño de San Felipe.


Al fin, de regreso en Singapur, con Cristina de nuevo, me dedico a leer artículos de derecho constitucional asiático para mi trabajo (de medio tiempo, o cuarto de tiempo) y ponerme en contacto con los náufragos de la crisis económica mundial que quedan aquí, dedicados a organizar parrilladas, beber martinis y alguna que otra actividad para conseguir un trabajo de verdad (sin dejar de buscar ofertas de vuelos en la página de Tiger Airways y Jet Star Asia).

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