El ascensor del edificio donde vivo tiene dos tonos distintos para avisar su llegada. Uno es como un típico timbre, un tono alto seguido de otro bajo, “tilún". Este suena en todos los pisos, excepto en la planta baja. Allí suena un tono único, un “si” –que no la afirmación o el condicional sino la nota musical-, tal como la segunda y recurrente nota de Clair de Lune de Claude Debussy (bueno, allí suenan dos notas, pero el “si” predomina al oído). Cada vez que lo oigo, se desata a sonar en mi mente la pieza de Debussy y termino silbándola.
La memoria es una compleja herramienta. Saber manipularla produce insospechados beneficios. Es como tener un auto de Fórmula 1 parado en el garaje, si lo sabemos usar podremos ir a velocidades vertiginosas, aunque la mayor parte del tiempo no podremos hacerlo y tendremos que conformarnos con usar la primera y la segunda velocidad apenas. Pero si no sabemos manejarlo, vamos a perder un tiempo incalculable dando trompos, estrellándonos o simplemente tratando de arrancar sin que se apague el motor (asumiendo que no nos matemos).
La conexión de la memoria con las emociones es muy estrecha. Una frase, un aroma, una sensación, puede desencadenar una serie de recuerdos y emociones que nos avasallan. Ahí se nos esconde el miedo.
Cuando algo nos produce miedo podemos hacer tres cosas distintas. La primera es paralizarnos. Ver al depredador acercarse, con los ojos enrojecidos del hambre y la rabia, y no hacer nada. La segunda es huir. Esta opción es de doble filo, puede salvarnos en el momento adecuado, aunque la paranoia puede, en medio de un pánico desmedido, hacernos correr directo hacia aquello de lo que huimos. La tercera posibilidad es igualmente ambigua. Enfrentarse a la amenaza suena muy valiente, pero puede demostrar exceso de optimismo de nuestra parte si no sabemos evaluar el riesgo en el que incurrimos y podemos terminar valientemente devorados cuando pudimos escapar. Claro, también podemos vencer y vernos fortalecidos.
La cuestión está en la evaluación y la identificación de la amenaza. Un amigo me preguntó una vez cuál era mi mayor miedo, a lo que respondí inmediatamente: la arrogancia. Convertirme en un ser con un complejo de superioridad, que considera que su opinión es sustancialmente más poderosa que la de casi cualquier otro, que emite prejuicios sobre la competencia o los valores de otros, considerando que no igualan a los suyos, me parece lo más deplorable en lo que me pudiera convertir. Mi amigo me respondió de inmediato que mi miedo en ese caso era mi ruta. Huir de algo es andar su camino. Terminaré en el centro de la arrogancia en mi ímpetu por alejarme de ella. ¿Cómo abordar esta situación? Aceptar -no la arrogancia, sino el miedo-. Eso significa enfrentar. Hay algo en mí que me conduce hacia allá, lo acepto, caminaré otra ruta. Si no lo acepto, si no lo identifico, sigo "huyendo" hacia el depredador.
Suena fácil.
2 comentarios:
Gran reflexión que denota una calidad humana hermosa.
Agradezco tus comentarios, al leerlos me doy cuenta que sabes muchas cosas, quizá más de las que se enuncian en las entradas que lees.
¿Acaso no vivimos huyendo, aunque resulte ser hacia adelante? No sé, al menos así me parece a veces.
"Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos." (Jorge Luis Borges)
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