Habían cruzado el río sin mayores problemas consiguiendo incluso múltiple provisiones, pero la ascensión al tepuy había tardado mucho más de lo previsto. No encontraban el camino o no habían podido seguirlo.
De pronto encontraron el primer vestigio: unos escalones tallados en la piedra. Se detuvieron, demasiado cansados para asombrarse. Sí que había pasado alguien por allí, y hacían varios siglos que habían sido tallados los rudimentarios escalones.
Subieron, sin prisa, hasta lo más alto del tepuy. Entonces, al anochecer, sentado con los pies colgando hacia el precipicio, se sentó a mirar la vasta selva y los tepuyes alrededor, hasta dónde las espesas nubes cargadas de agua se lo permitían.
Al siguiente día explorarían la cumbre. Mirarían entonces frente a frente las blancuzcas piedras que vieron desde una foto borrosa de google earth. Era para eso que habían venido.
Entonces empezó a llover a borbotones. Las carpas, armadas hacía minutos, se llenaron de inmediato. Se quedó mirando el agua chorreando por la tela impermeable -que no lo era del todo- desde la ventana porosa del iglú azul.
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