En El Chorote, a su vez, detenidos en la carretera hacia La Calera para comer en ese piqueteadero, me encontré con gente conocida, amigos cercanos podría decirse. Siempre es un acontecimiento ver gente conocida lejos de casa. Para mi sorpresa, no pareció serlo para ellos. Me saludaron apenas, con cordialidad, claro, al fin son rolos. Pero sin secuelas. Sin planes. Sin muchas preguntas. Tal vez yo habría reaccionado distinto si los hubiese visto, sin previo aviso, comiendo empanadas en El Palito.
Luego, en la carretera a Punto Fijo, observé el apetito voraz de los Médanos
Pero antes había hablado con Chipina, uno de los desplazados de la vaguada de La Guaira, quien terminó en un sindicato bolivariano de La Victoria, donde lo conocí mendigándome un Belmont con algo de vergüenza. No sabía por qué estaban en tribunales, ni por qué, si ya los habían llamado para volver a trabajar, no habían vuelto. Tampoco sabía con claridad qué estaban reclamando, ni por qué el hombre fornido y con mirada amenazante que aparecía en su cédula y llevaba su nombre no se parecía en nada a él, un anciano delgado de cueros colgantes y llagas en la piel. Desde que se fue de La Guaira ya no sabía nada.
Aún antes de eso miré con cierto temor varios pares de refinados ojos celeste inflamarse de sangre en Caracas, a la sola mención de personas medianamente relacionadas con el gobierno de turno. La hiel se olía hasta casi poder morderse, y aunque parezca absurdo, aquellas personas parecían disfrutar de su adicción a la hiel, que les recorría el cuerpo y les hinchaba los ojos claros, protegidas las pieles con cremas de nombres afrancesados y los cabellos con productos cuyos ingredientes parecen sacados de un exótico menú cantonés.
Ahora, escribiendo este post, pienso en Nirgua, lugar en el que estaré muy pronto si las cosas ocurren, no sé cómo, pero ocurren. Es que las cosas ocurren sin yo saber con claridad cómo.